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Lágrimas y esperanzas, un día más en el Centro de Escucha

Marisa Magaña, Directora del CE, nos narra un día de supervisiones…

Redacción

 

Es jueves, la sala grande del Centro de Escucha está repleta y en animada conversación. En cinco minutos comenzará una nueva sesión de supervisión de casos.
Las puertas están abiertas en señal de acogida, igual que las mentes, mentes variopintas, porque aquí se reúnen personas de todos los rincones, de todos los colores; africanos, indios, americanos…esperan impacientes, como el resto de escuchas a compartir experiencias e inquietudes.
Nos disponemos a empezar, un tenue gruñido rompe el silencio, es el perro que acompaña a Tomás, escucha invidente asiduo a las supervisiones. Su perro no es el único, hay más, de otros escuchas invidentes, al igual que Tomás. Se manejan con soltura por el Centro. Cuando estos escuchas entran en la sala percibo que son mirados con respeto y admiración, su gran capacidad y su buen ánimo para manejar sus limitaciones nos interpelan. Observamos complacidos, da gusto, nada se les hace grande, ¿en su situación, sería yo capaz de…? Y con este pensamiento aún rondando por la cabeza comienza la sesión.
Después de recordar, una vez más, la importancia de la confidencialidad y del trato respetuoso, alguien se anima a hablar. Al principio cuesta pero poco a poco las palabras van fluyendo. Son palabras medidas, expresadas con delicadeza porque los temas son arduos y con el sufrimiento del otro no se juega. Todos lo sabemos y por eso tratamos las situaciones como si fuera la persona misma.
María nos habla de Juana y de lo mucho que la cuesta conectar con su dolor. – cada vez que lo saco huye, se defiende de él, y no sé qué hacer, dice con resignación. – ¿Te parecería interesante reflejárselo? Comenta alguien con tono amable. Todos entendemos a María, estamos familiarizados con esas dificultades, son muchos años intentando aprender del otro y del sufrimiento.
Mientras se van relatando vivencias de personas que sufren, algunas lágrimas se escapan. Es natural, como no emocionarse con la enfermedad de Manuel o con el desconsuelo de su madre al verle sufrir. Cuando esto ocurre siempre hay alguien que sale al rescate; -¡Elena, te emocionas! -sí, es que es muy duro…
Claro que es duro, todo lo que allí se cuenta lo es, y nosotros, aunque acostumbrados a oírlo, no somos de piedra. El dolor de una madre, de un padre, nunca podrá dejar de sensibilizarnos. Llora tu dolor Elena, y no olvides que las lágrimas te dignifican a ti y hacen más libre al que las está reprimiendo.
Pasan ya varios minutos de la una y la sesión va dando a fin. Los animales se desperezan, los cuadernos se cierras y las emociones van sosegándose, volviendo poco a poco a su estado natural, más neutro, pero más práctico para enfrentar el día a día.
Miro a los escuchas mientras salen, en sus rostros aún queda conmoción pero esbozan sonrisas francas. En esos momento suelo tomar conciencia de lo unida que me siento a ellos, al ser humano, a su fragilidad. Tal vez ellos también estén sintiendo lo mismo y por eso nos miramos con afecto, con complicidad.

Ya no queda nadie, el completo silencio, contrapuntea con rotundidad la vida bullente de hace tan solo unos momentos.

Me marcho yo también. Me voy en paz, mientras voy recogiendo las hojas me doy cuenta de lo vulnerable que yo también me siento después de escuchar tantas pérdidas. Reflexiono sobre ello, como otras veces enseguida me vienen a la mente las palabras del poeta Jonh Donne, al que tanto admiro; “Nadie es una isla, completo en sí mismo…La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad. Por eso no preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti”.

Tal vez sea así, tal vez muramos un poco cada vez que acompañamos el dolor por la muerte de alguien, tal vez, pero yo no lo cambio, será por inconsciencia o será quizás, porque nada me hace sentir más viva que compartir mi esperanza con el que no tiene ganas de vivir.