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Humanizar la intervención social. Implicaciones en la persona.

Artículo publicado en: Revista Humanizar
Año publicación: 2010

Resumen

La lamentación por la deshumanización es una cuestión universal y que se refiere no sólo al ámbito de la intervención social, sino a la complejidad de realidades que afectan a la vida humana.

Humanizar la intervención social constituye un reto permanente que nos interpela el modo como realizamos nuestros procesos de identificación de necesidades, de acogida de personas empobrecidas, de acompañamientos que realizamos, de diseño de programas y de gestión de los mismos.

En este mundo globalizado en que los empobrecidos son fruto de tantas dinámicas perversas del mercado y de tantos problemas que experimentamos en la vida a escala mundial, no es menos importante el mundo relacional y el personal tanto a la hora de analizar las causas de la exclusión como las posibilidades de realizar procesos de integración humanizados.

La exclusión es fruto, en muchos casos, de la confluencia en personas y grupos de relaciones debilitadas, de experiencias de frustración no integradas, de valores no transmitidos ni interiorizados, de entornos afectivos pobres.

Humanizar la intervención social pasa, por tanto, por incidir no sólo en el diseño y desarrollo de programas que salgan al paso de las necesidades materiales no cubiertas en muchas personas, sino por incidir también en la salud de las relaciones, en la salud de los valores interiorizados, en la salud en el manejo de los sentimientos de frustración y de pérdida, en la salud de la autopercepción, etc.

En el fondo, humanizar la intervención social constituye un compromiso ético de considerar a la persona en su globalidad, para promover procesos de integración duraderos y consolidar la participación de los excluidos en la vida social normalizada.

No es posible una intervención holística, global, integral, sin una particular capacitación de los agentes sociales en el ámbito del counselling, de la inteligencia del corazón, de las capacidades de entrar en el mundo personal y particular de la persona a la que se quiere acompañar para identificar y movilizar en ella no sólo los problemas y necesidades, sino el mundo de los significados, los recursos, las habilidades y los valores que pueden permitirle trabajarse a sí mismo y ser el mayor protagonista del proceso.

Promover la dignidad intrínseca de todo ser humano constituye el fundamento último de toda acción humanizadora. Esta dignidad es la base sobre la que se sustenta toda acción que quiera ver en el otro un semejante y acompañarle a ser él mismo, contribuyendo con su personalidad y su particularidad en la construcción de un mundo más igualitario, más justo, más pacífico, más gozoso y saludable.

Humanizar la intervención social

Nunca como hoy se ha hablado de humanización. Y uno de los ámbitos privilegiados de humanización es la relación. En la relación interpersonal nos hacemos, nos autoafirmamos, nos construimos como personas, intervenimos como profesionales.

Humanizar es un proceso del individuo y de la colectividad de hacer digno de la condición humana cuanto de vive. Aplicado al mundo de la intervención social el compromiso por humanizar pasa por el ámbito político, donde se marcan los modos de proteger a las personas, de prevenir la dependencia, la exclusión, así como de afrontarla. Pasa también por el ámbito jurídico, donde se marcan límites de protección y defensa de la vulnerabilidad humana. Pasa asimismo por el ámbito de las decisiones éticas y del afrontamiento de los conflictos y la modalidad como se resuelven. Humanizar pasa por el estilo asistencial y de desarrollo de los programas y servicios sociales, por el talante y el modo como se atiende a las personas necesitadas de la profesionalidad de otros.

Pero en todo caso, humanizar pasa, nos refiramos al ámbito que nos refiramos, por la relación interpersonal. Se diría que la relación es el ámbito por excelencia de humanización. En ella o con ella todo puede tender hacia la personalización y hacia la dignificación o hacia la despersonalización y deshumanización.

En el ámbito de la humanización de la intervención social, por tanto, la relación cobra una especial relevancia. Con ella se analiza, se evalúa, se diagnostica, con ella se pauta un proceso, se asigna un recurso, con ella se conforta, con ella se comunican malas noticias, con ella se procura soporte emocional, con ella se trabaja interdisciplinarmente, con ella se delibera en medio de los conflictos éticos…

Somos herederos, en buena medida, de una tendencia paternalista en las profesiones de ayuda, donde un pacto silencioso dice que el ayudado ignora y está en situación de inferioridad y debe someterse a la autoridad de quien conoce y tiene el poder (de ayudar, sanar, salvar la vida…).

La cultura contemporánea ha dado grandes pasos hacia la conquista de cotas más altas de autonomía y reconocimiento de la dignidad de todo ser humano, independientemente de si se encuentra en el lado de quien solicita ayuda presentando su vulnerabilidad o si se encuentra en el del ayudante ofreciendo recursos, conocimientos, técnicas, habilidades, etc., para afrontar las diferentes dificultades que nos encontramos en el devenir de la vida.

Este desarrollo de la cultura ha ido llevando a un replanteamiento de los estilos relacionales en las interacciones de ayuda más horizontal, donde entre ayudante y ayudado se entiende que se produce una alianza y un compromiso en el que el profesional reconoce al otro como adulto, como persona, no exclusivamente como caso.

Laín Entralgo, en el ámbito de la salud, ha preferido la expresión “amistad” para referirse a la relación médico-paciente, una relación donde se reconoce al otro no sólo en tanto que otro, sino en tanto que persona, en tanto que prójimo, formando no sólo un dúo, sino algo más aproximado a una díada (Laín 1983). A la vez que se reconoce que las profesiones de ayuda social necesitan “objetivar” al ayudado, estudiarlo como un caso, lo ha de tener en cuenta en su intimidad, como persona, lo que hace del agente social no tanto un técnico, un ingeniero o un experto en el funcionamiento de la máquina del ayudado, cuanto una persona, extraña si desconocida, pero prójima a la vez, donde la responsabilidad en el devenir de la vida de cada una de las personas, es compartida. (Gracia 1998, pp. 63-67)

Pesa sobre la relación, en todo caso, y sobre el análisis de sus variables, una especie de sospecha de estar ante una parte “blanda”, poco consistente, de la que se pueden decir poco menos que obviedades, o de la que, cuando se presenta un estilo relacional y sus ingredientes, estuviéramos en un área de poca hondura intelectual y de segunda categoría. En el fondo, una sospecha que, en ocasiones, lleva a despreciar la formación en counselling y relación de ayuda en ámbitos universitarios, en profesiones que por su propia naturaleza son de ayuda (como las que se producen en las interacciones entre profesionales de la intervención social y usuarios). Una sospecha que lleva a afirmar que poco o nada se puede aprender sobre este campo o que el propio estilo relacional es bueno por definición porque es propio, porque es natural, porque está movido por la buena voluntad o porque caracterizado por la simpatía y la amabilidad.

Parecería incluso que someterse al aprendizaje de habilidades de relación constituyera un rebajamiento para altos intelectuales que son fuertes en el ámbito de la inteligencia intelectiva y que relegarían a un segundo plano el mundo emocional. La experiencia y la praxis en el campo de las relaciones en el mundo de la intervención social muestran, en cambio, que la eficacia de muchas intervenciones pasa por el buen manejo del counselling, de relación de ayuda, de un conjunto de “habilidades blandas”, así llamadas en algunos entornos.

Las habilidades blandas son un conjunto de capacidades que le permiten a un profesional relacionarse mejor en el trabajo. Incluyen, entre otras, la capacidad de liderazgo, la capacidad de negociación y de trabajar con personas de culturas distintas, aspectos como la responsabilidad, la integridad, la honestidad, una buena autoestima y la sociabilidad… Son complementarias a las habilidades duras (hard skills), que corresponden al currículum tradicional.

En la intervención social, además de la necesaria formación académica, se ha de profundizar en la vida de la persona a la que se acompaña, así como influye la propia en el estilo y eficacia de la intervención. La conocida “inteligencia emocional” permite desarrollar otras habilidades que son valiosas para un buen profesional de la acción social Las habilidades blandas permiten desarrollar la comunicación, la capacidad de liderazgo y auto-organización, de resolver conflictos humanos y la iniciativa del individuo y de los grupos en una organización.

Por ello, la integración de habilidades duras (el currículum) y blandas (la persona) constituyen algo fundamental en la formación de un profesional. Ya no basta con el currículum; hay que saber hacer algo más. He ahí la importancia del counselling.

Pues bien, cuando la relación quiere ser auxiliante, de apoyo, sanante, cuando la asimitería del encuentro propio de las relaciones profesionales pretende usar el recurso de la persona del ayudante, sus actitudes y sus habilidades al servicio de las necesidades del otro, entonces hablamos de relación de ayuda o de counselling. Por eso entendemos el counselling como aquella relación que intenta hacer surgir una mejor apreciación y expresión de los recursos latentes del individuo y un uso más funcional de éstos. (Rogers 1986, p. 46)

Con frecuencia la expresión relación de ayuda y counseling son utilizadas como sinónimos. Algunos autores indican algunas diferencias, concediéndole al counseling una forma más articulada, relacionándole con un modelo concreto, especializado, con claridad de roles, donde uno ejerce la tarea de counselor y el otro solicita “consejo”. De alguna manera, y más allá del debate no resuelto de la relación y diferencia entre relación de ayuda, counseling y psicoterapia, (Brusco 1997, pp. 78-83) la relación de ayuda es un concepto amplio, aplicable también a las relaciones en el ámbito de la intervención social (como lo es también en el ámbito de la salud, de la educación, de la terapia, etc.). En todo caso, el sustrato (las actitudes y habilidades), suelen coincidir y con mucha frecuencia se intercambian las palabras.

Hablamos de counselling, normalmente, desde una perspectiva centrada en la persona del ayudado, considerada en sentido holístico, y no directivo. Aplicado al mundo de la intervención social, nos referimos al conjunto de actitudes y habilidades que el profesional conoce, interioriza y despliega en la relación, dotándola de competencia relacional, emocional y ética.

Humanizar las relaciones de ayuda

El término ayudar deriva del latín adiuvare, que significa “provocar alivio”. Una persona intenta aliviar, hacer más ligero el peso y disminuir el malestar de quien, a causa de diferentes motivos sufre.

Ayudar, de alguna manera, es ofrecer recursos a una persona para que pueda superar una situación difícil o para afrontarla y vivirla lo más sanamente posible. Estos recursos pueden ser materiales, técnicos o relacionales. Cuando los recursos que ofrecemos son relacionales, es decir la misma persona del ayudante se ofrece como recurso para acompañar en el proceso de afrontamiento de la dificultad del ayudado (incluso si se hace de manera simultánea al ofrecimiento de los otros tipos de recursos), entonces hablamos específicamente de counselling y de relación de ayuda.

Carkhuff (nac. 1934) dice: “por ayuda entiendo cualquier relación entre una persona más conocedora o asesor, ya sea consejero, profesor o padre, y otra menos conocedora o asesorada, ya sea cliente, estudiante o hijo” (Carkhuff 1971, 4). Un diccionario de counseling define ayuda como “cualquiera acto de asistencia a una persona” (Feltham 1995).

Quien ha acuñado la expresión de relación de ayuda centrada en la persona ha sido Carl Rogers (1902-1987), considerado como el psicólogo humanista caracterizado por una orientación comprensiva de las diferentes dimensiones de la persona, que bautizó su propuesta de psicoterapia como “no directiva” y más tarde “centrada en el cliente” (Rogers 1986).

Detrás del no directivismo propio de la relación de ayuda hay un antidogmatismo (en el que también puede caer la misma no directividad), a la vez que una apertura a diferentes corrientes dentro de la psicología y la psicoterapia. Rogers era antidogmático hasta el punto de que él prefería ayudar a un psicólogo o a un psicoterapeuta que prefiere una forma de terapia directiva y controladora, a aclarar sus pretensiones y significados, antes que disuadirle para que se adhiera a la posición centrada en la persona. (Hutterer 1997: 232)

Un posible problema del enfoque centrado en la persona surge cuando la actitud antidogmática se presenta de manera irreflexiva y no suficientemente apoyada en el compromiso profundo de acompañar al ayudado a hacer su propio proceso de crecimiento personal y de afrontamiento de sus dificultades con los recursos existentes. Y, por otra parte, un riesgo es la popularidad con la que fácilmente se puede adherir al modelo debido al atractivo de la reacción contra el dogma.

El modelo rogeriano de relación de ayuda se basa en el acompañamiento a quien tiene un problema a su identificación y a la realización de un proceso personal, autónomo descubrimiendo los propios recursos para su abordaje. La hipótesis central consiste en afirmar que cada persona posee en sí misma amplios recursos para la autocomprensión y para la modificación de actitudes y que el acompañamiento es un proceso de ayuda a identificar las capacidades secuestradas y a movilizarlas. No se trata de un estilo de “abandono del ayudado a su destino”, sino de verdadero compromiso por construir con el cliente un destino verdaderamente personalizado y encarnado en su aquí y ahora, en un compromiso auténtico que no dudará en calificar de “amor” por el ayudado, de pasión por acompañarle a realizar su camino con la esperanza de que en él, desarrollará lo mejor de sí mismo.

El no directivismo de Rogers ha sido completado por Robert Carkhuff, preocupado más por la eficacia de la relación de ayuda y por el convencimiento de que hay situaciones en las que el ayudante ha de confrontar, introduciendo nuevos elementos en el campo perceptivo del ayudado; proponiendo, en el fondo, una cierta directividad.

Cada vez más se habla de competencias relacionales y emocionales. Se va realizando un trabajo de reflexión sobre las actitudes y habilidades que confieren competencia relacional y emocional y otros profesionales de la ayuda. Algunos autores han propuesto una formación de estos agentes a la relación en el ámbito del ejercicio de su profesión, basada en la interiorización de la triada rogeriana (consideración positiva, empatía y autenticidad) y en el adiestramiento en una serie de habilidades en las que aquéllas se despliegan y actualizan. (Bermejo, Martínez 1998)

En el fondo subyace el convencimiento de que para realizar bien las profesiones de intervención social no es suficiente con poseer una competencia científico-técnica, sino que es necesaria también una buena capacidad de comunicar. Una buena evaluación, una buena adherencia a una indicación, un buen soporte emocional, la comunicación de una mala noticia, la solicitud del consentimiento informado, etc., tareas propias de trabajadores sociales, tendrán tanto más éxito y serán realizadas tanto más a la medida de la dignidad de la persona, cuanto más diestro sea el profesional en relación de ayuda.

Pero no sólo esto. Unas buenas relaciones interpersonales en el trabajo interdisciplinar, una buena deliberación en el seno de los Comités de Etica se producirá si efectivamente los miembros tienen interiorizadas las actitudes presentadas y despliegan las habilidades en la relación interpersonal. No es éste ya un contexto de relación ayudante-ayudado, cuanto de relación entre iguales, donde se busca un objetivo común: la calidad del servicio y la eficacia en los procesos. En concreto, la deliberación como arte de tomar decisiones sabias y prudentes (Gracia 1998, p. 124) sólo tendrá lugar de manera correcta si se produce una relación auténtica en los participantes en el proceso, donde las personas se escuchen, se intenten comprender de manera empática, sean ellas mismas y se acepten incondicionalmente. El ámbito de aplicación del counselling, por tanto, no queda reducido al mundo de las relaciones con las personas en condiciones de vulnerabilidad que piden ayuda, sino que viene a convertirse en un “modo de ser”, un “modo de trabajar” cualificado porque, en el fondo, el que trabaja interdisciplinarmente o pretende deliberar, también “busca ayuda” de alguna manera.

Actitudes para el counselling y las relaciones de ayuda

Si la competencia relacional en la ayuda viene dada por la sana conjunción de conocimientos, habilidades y actitudes relativos al fenómeno e la relación interpersonal, son estas últimas de las que se dice que constituyen el elemento terapéutico fundamental en la interacción con la persona que sufre, después de los recursos del mismo ayudado.

Las actitudes, o disposiciones interiores, en realidad, ya contienen un elemento cognitivo, un elemento afectivo y un elemento conativo-conductual. Para disponerse en una actitud se requiere la capacidad de hacerlo, además de la voluntad. Con alguna frecuencia se confunden las actitudes con las habilidades reduciendo aquéllas a éstas.

El modelo de relación de ayuda que se viene trabajando en el ámbito de la intervención social está centrado en la triada rogeriana, es decir, en la aceptación incondicional de la persona o consideración positiva, en la empatía y la autenticidad, genuinidad o congruencia.

Aceptación incondicional o consideración positiva

El significado de la consideración positiva o aceptación incondicional va más allá de una simple disposición optimista y acogedora. Rogers dice de ella: “Cuando el cliente experimenta la actitud de aceptación que el terapeuta tiene hacia él, es capaz de asumir y experimentar esta misma actitud hacia sí mismo. Luego, cuando comienza a aceptarse, respetarse y amarse a sí mismo, es capaz de experimentar estas actitudes hacia los demás” (Rogers 1986, p. 146). Las cuatro líneas por las que cabe desarrollar esta actitud son las siguientes:

Ausencia de juicio moralizante. Es éste uno de los puntos de partida más sanos para la relación de ayuda: la evitación de la moralización. En efecto, una de las tendencias fáciles en las relaciones interpersonales es la de etiquetar o emitir juicios no de valoración, sino moralizantes de la persona. Cuando así actuamos, perdemos capacidad de ayudar y confianza. En cambio, cuando el usuario, el cliente… se siente acogido incondicionalmente, sin ningún juicio moralizante sobre su conducta, incluso cuando exista una relación natural y directa entre ésta y su estado general, se genera la confianza necesaria para que la relación sea eficaz.
En cambio, sentir que alguien moraliza sobre uno hace perder la confianza y, en palabras de Rogers, lo único que vehicula es la manifestación de la propia inmadurez del que juzga.

La ausencia de juicio moralizante no significa la aprobación de la conducta del ayudado como buena, sino la acogida incondicional de su persona, aunque la conducta sea susceptible de ser confrontada porque vaya contra la persona o tenga repercusiones negativas sobre uno mismo o sobre terceros.

Acogida incondicional del mundo de los sentimientos. Este es otro de los significados que tiene esta actitud. Los sentimientos constituyen el modo más íntimo de reaccionar ante los estímulos que nos vienen de fuera y de dentro de uno mismo. En sí, no son ni buenos ni malos moralmente. Adquieren una connotación moral cuando se traducen en conducta éticamente valorable.
Una tendencia frecuente suele ser la de exhortar a evitar emociones negativas, como si éstas reflejaran debilidad o tuvieran una connotación ética negativa. La acogida incondicional de los sentimientos y significados de la persona a la que se quiere ayudar genera libertad, seguridad, permite drenar libremente, genera bienestar. No significa aprobar o actuar pasivamente ante comportamientos agresivos por parte del ayudado, por ejemplo, o ante cualquier sentimiento que suponga displacer, sino comprenderlos y acogerlos acompañando a manejarlos lo más sanamente sin moralizar sobre ellos.

Consideración positiva. Aquí se apoya uno de los pilares fundamentales de la relación de ayuda: en la consideración de que la persona a la que se pretende ayudar no es sólo depositaria de dificultades, sino que tiene recursos para afrontar la adversidad. “Creo en ti” sería uno de los puntos de partida de toda relación de ayuda. Creo que tienes posibilidades para crecer, para identificar tus dificultades y tus recursos, para ponerlos en marcha, para despertar el curador interior, para adoptar conductas saludables, para integrar los límites, para vivir sanamente lo que no se puede cambiar.
La visión positiva de la persona es, en el fondo, el reconocimiento de que el protagonismo en el proceso de counselling ayuda está centrado en la persona del ayudado. El es el que ha de conducir su vida con autonomía; valorando, sí; dejándose confrontar, sí; pero, en el fondo, la persona tiene posibilidad de tender hacia el bien, crecer y decidir en sintonía con su propia escala de valores.

La confianza en los recursos del ayudado es una disposición que va contra el paternalismo en las relaciones de ayuda.

Cordialidad o calor humano. Y finalmente, esta actitud supone una relación afable y cálida. La ausencia de este aspecto de esta actitud genera distancia y, con frecuencia, lamentación por deshumanización.
No se trata de una disposición de una ternura tal que se salga del ámbito de los roles propios de la profesión, sino la calidez humana propia de la dignidad de la persona que no puede reducirse a una relación funcional.

Empatía

Quizás la palabra más utilizada en el ámbito de la reflexión sobre la relación de ayuda sea precisamente ésta. Pero quizás sea también una de las palabras utilizadas con menos precisión, e incluso se pueda decir de ella que está inflacionada.

La historia del concepto de empatía es relativamente breve en psicología. (Fortuna, Tiberio 1999, p. 15) Cuando Titchener tradujo la noción de Einfühlung con empathy sirviéndose del griego empatheia quería subrayar una identificación tan profunda con otro ser que le llevara a captar con precisión los sentimientos del otro con los “músculos de la mente”. El desarrollo del concepto lleva a adquirir una importancia central en el ámbito de las relaciones de ayuda, de modo particular con Rogers.

La empatía es la actitud en virtud de la cual, una persona hace el esfuerzo cognitivo, afectivo y conductual por captar, de la manera lo más ajustada posible, la experiencia ajena, sus necesidades, los significados que las cosas tienen para ella, sus sentimientos, los valores que la habitan, las dinámicas que actualiza, las expectativas y deseos que le mueven, así como los recursos con los que cuenta. Pero no sólo, la empatía comporta también que la persona del ayudado perciba que está siendo comprendido (Borell i Carrió 1998, p. 12).

No se trata de una comprensión fácil y superficial, semejante a las palabras bienintencionadas que quitan importancia y relativizan; ni tampoco una comprensión que genera la grata experiencia de sentirse en sintonía emocional. No. La empatía no siempre genera una experiencia placentera de sentirse comprendido porque, a veces, lo que se comprende y, además, se comunica a quien lo vive, es una contradicción o dinámica no saludable, aunque cómoda.

La empatía, por tanto, no es lo mismo que la simpatía (gentileza), ni siquiera en el sentido etimológico (“sentir con”). Cuando una persona, queriendo comprender a otra, experimenta sus mismas emociones, entonces estamos ante el significado etimológico de la “simpatía”. No es el objetivo de la empatía lograr experimentar los sentimientos ajenos, sino captarlos (junto con las necesidades, los recursos, etc.), de la manera lo más ajustada posible a como son vividos (Stein 1999, p. 68).

La empatía, pues, es unidireccional. No es correcta la expresión “entre nosotros hay una buena empatía”, o “generar empatía”, o “entrar en empatía”, tantas veces utilizadas, sino que lo correcto sería poder decir: “yo estoy en actitud empática contigo”. Tiene carácter unidireccional, es unívoca, y no requiere vivir las mismas emociones de la persona a la que se quiere comprender.

Quien desea disponerse en actitud empática ha de ponerse a sí mismo entre paréntesis, adoptar el marco de referencia interior del otro, ver las cosas desde su punto de vista y, en el fondo, hacer una doble identificación: con la persona y con la situación. Algo así como decirse a sí mismo: “también yo, si fuera tú (identificación con la persona) y estuviera en tu situación (identificación con el problema)…” No es otra cosa que renunciar a la proyección de significados e intentar captar la experiencia ajena mirando desde donde mira el otro.

La empatía es la actitud que regula el grado de implicación emocional con la persona del ayudado. A la vez que requiere un proceso de identificación actitudinal, requiere también la capacidad de manejar la propia vulnerabilidad, el impacto que la experiencia ajena tiene sobre sí, las propias sombras y heridas que pueden despertar con ocasión del encuentro con la vulnerabilidad ajena. Requiere también aprender a separarse, restablecer la distancia emocional necesaria (junto con la proximidad) para no quemarse, para no identificarse emocionalmente y prevenir el síndrome del burn-out.

Algunos autores han desarrollado una reflexión sobre la empatía hablando de fases de la misma (Casera 1983, p. 49). Es un modo de presentar el proceso cognitivo-afectivo de la empatía, que pasa por la identificación (primera fase) con la persona y la situación del otro; por la repercusión e incorporación (segunda fase) o conciencia y manejo de la propia vulnerabilidad y del impacto que sobre sí mismo tiene el encuentro con la vulnerabilidad ajena; y por la separación (tercera fase) o restablecimiento de la distancia psicológica y emocional acortada por la aproximación del primer momento.

En el evolucionar del concepto de empatía, estamos de acuerdo con quienes la consideran como una capacidad que incluye elementos cognitivos y afectivos, así como elementos comunicativos o conductuales que constituyen la parte visible de la empatía (Fortuna, Tiberio 1999, p. 35). Asimismo somos del parecer de que la empatía “es un proceso activo, consciente e intencional y que, por tanto, puede ser activado voluntariamente”. Ello no impide que agentes expertos tengan una particular facilidad para disponerse en actitud empática, habiendo llegado a ser algo automático, un “modo de ser”.

Autenticidad, genuinidad o congruencia

La tercera actitud propia de la relación de ayuda según el modelo humanista inspirado en Carl Rogers es la autenticidad. Una persona es auténtica cuando es ella misma en la relación, cuando entre su mundo interior, su consciencia y su comunicación externa hay sintonía.

Ser auténtico confiere autoridad al ayudante en la relación. Ser sí mismo, coherente con los propios valores, sentimientos, pensamientos, significa a veces ser capaz de presentar explícitamente la divergencia, autorrevelarse y comunicar lo que el ayudante siente (aunque no sea el objetivo primero de la relación), mantener coherencia interna y externa.

La autenticidad comienza por el autoconocimiento. De hecho una de las vías necesarias para ser un buen ayudante es el conocimiento de sí mismo, de las propias dinámicas, de los propios sentimientos y su manejo, de los propios valores interiorizados (no sólo proclamados).

Ser sí mismo en la relación es algo más que ejercer el rol de profesional. Es considerar que la propia persona constituye un recurso para el otro. La persona del ayudante, antes que sus conocimientos y sus estrategias de ayuda, ella misma, constituye una ayuda tanto más eficaz cuanto más persona sea y menos se esconda detrás del rol.

Ser auténtico significa que los sentimientos que experimenta el ayudante están a su alcance, disponibles a su percepción, y que se es capaz de vivirlos y de comunicarlos si se desea (Rogers, Rosenberg 19889, p. 167).

Uno de los requisitos para que la autenticidad se traduzca en la relación de ayuda es aprender a manejar la propia vulnerabilidad. La metáfora del sanador herido (Nowen 1996) ilustra el hecho de que la persona del ayudante no sólo es capaz de ayudar (posee recursos), sino también es vulnerable, como el ayudado; posee tanto recursos como vulnerabilidad. El ayudante habrá de ser él mismo, es decir, dueño de su propia vulnerabilidad hasta el punto de convertirla en recurso para la relación, es decir, capacidad de comprensión de los límites y dificultades ajenos precisamente por la familiaridad que tiene en el conocimiento de sus propios límites y sombras.

Algunas habilidades para la relación de ayuda

Si las actitudes constituyen las disposiciones interiores del Trabajador Social, con su dimensión cognitiva, afectiva y conativo-conductual; las habilidades son la forma más práctica en que aquéllas se concretan en la relación y se traducen en un modo de articular la comunicación, un modo de operativizarla.

La escucha activa

En las relaciones de ayuda la escucha activa representa la herramienta fundamental de la interacción. Parte del presupuesto de que nadie mejor que el que tiene un problema lo conoce, y de la confianza de que él tiene una responsabilidad en su afrontamiento.

La escucha activa, entonces representa el modo práctico primero de promover el protagonismo del ayudado en el proceso de reconocimiento y afrontamiento de la dificultad. Representa, además, el camino que permite al ayudado liberarse de cuantas formas de sufrimiento son producidas por la soledad o por la necesidad de drenar emocionalmente (Bermejo 2002).

El calificativo de “activa” se le aplica a la escucha porque no se trata de un mero oír superficial, sino de la acogida de los significados y de la experiencia peculiar de la persona a la que se quiere ayudar, de tal modo que efectivamente el otro experimente que está siendo acogido.

A escuchar se aprende y se escucha con toda la persona. La atención bien centrada, como despliegue de la actitud empática es la que permite captar la experiencia ajena.

En realidad, un buen análisis del problema nace de una buena escucha; una buena adherencia a una indicación depende, en buena medida, de la calidad de la comunicación con el usuario y ésta a su vez, de cómo se siente escuchado; una persona deposita su confianza en el Trabajador Social si percibe que es importante para él lo que está viviendo y, de alguna manera, comunicando. Las profesiones de ayuda sin escucha terminan percibiéndose deshumanizadas, sin encuentro interpersonal.

A escuchar se aprende especialmente capacitándose en el arte de hacer silencio interior, pasa por la disposición a centrarse en el otro, poniéndose a sí mismo entre paréntesis, aprendiendo a manejar los sentimientos que produce el encuentro con la alteridad, especialmente el encuentro con la vulnerabilidad ajena.

Existen numerosos obstáculos para la escucha, algunos de naturaleza física, otros de naturaleza psicológica. El conocimiento de los propios obstáculos es el primer paso para su superación. Quizás el más importante sea la necesidad de manejar los sentimientos que se producen en quien se encuentra ante la debilidad, el límite y el sufrimiento ajenos. De aquí que la competencia emocional (Gilbert, Connolly 1995, p. 93), la capacidad efectiva de conocer y controlar las propias emociones, sea requisito necesario para una buena escucha.

La escucha activa, por otra parte, representa una de las caricias y estímulos positivos más importantes para la persona. El que se siente escuchado experimenta que es reconocido por el otro, considerado, respetado como distinto. Percibe que es buscado allí donde se encuentra o encontrado allí donde está, donde necesita para ser y para afrontar las dificultades o ser sostenido en el camino de convivir con los límites que no sean superables.

La respuesta empática

Hemos dicho que no se produce realmente empatía si la persona del ayudado no experimenta que está siendo comprendido. La respuesta, pues, adquiere una particular relevancia en el diálogo de ayuda. No sólo la respuesta verbal, sino también la no verbal.

Uno de los peligros que existen es que la empatía se reduzca a una mera intención de comprensión, sin que se traduzca en la comunicación efectiva de la misma.

La respuesta empática constituye uno de los modos más eficaces de generar confianza, de provocar que el ayudado sienta que el ayudante está centrado en él. Algunos autores llaman a esta comunicación de la comprensión “empatía avanzada”, especialmente en aquellas en que la comprensión contiene una dosis de interpretación (sin el exceso que terminaría en la proyección excesiva de la percepción del ayudado) (Egan 1975).

Los diferentes tipos de reformulación son un modo práctico de hacer que una respuesta sea empática en el diálogo. Reformular consiste en devolver al ayudado, con las palabras del ayudante (o el lenguaje no verbal), lo que al ayudante ha comprendido de cuanto el ayudado está viviendo y ha comunicado o el ayudante capta que vive. En el fondo, la reiteración de las últimas palabras, la dilucidación temática de lo comprendido o la reformulación del sentimiento captado, son modos distintos de hacer que el ayudado experimente que está siendo seguido en la presentación de sus dificultades.

Más aún, el aparato técnico fundamental de la relación de ayuda pasa, de alguna manera, por conseguir reformular, es decir, devolver al ayudado su propia situación, no de manera superficial como si de comprensión facilona se tratara, sino de manera lo más ajustada posible a la experiencia del ayudado; no buscando necesariamente que el otro se sienta bien, sino buscando caminar juntos hacia la realidad, su conocimiento y su manejo con autoridad.

La personalización

Personalizar es lo contrario de generalizar. Con frecuencia, las intervenciones que quieren ser de ayuda se sitúan en el plano de la generalización, de la apelación a la reacción común de la gente ante situaciones semejantes, o al consuelo fácil o procedente de la razón lógica que poca conexión tiene en muchas situaciones con la experiencia afectiva y emocional que la persona hace de sus dificultades.

La personalización tiene un talante interpretativo, con una dosis de directividad, por tanto, y pretende acompañar al ayudado a tomar conciencia lo más precisa posible de lo que le está sucediendo, de su significado, de su responsabilidad en el afrontamiento y del objetivo que pretende conseguir.

Por eso se habla de personalizar el significado, el problema, el sentimiento y el fin (Marroquín 1991, pp. 114-115).

Personalizar el significado consiste en acompañar al otro a responder a la pregunta (no formulada necesariamente de manera expresa), “¿qué significa para ti lo que te está pasando y pretendes comunicarme?”.

Personalizar el problema consiste en acompañar a tomar conciencia de la responsabilidad (que no culpabilidad) del ayudado en el manejo de su situación. Se trata de que tome conciencia de qué está haciendo o no haciendo para que lo que le sucede constituya un problema para él o deje de serlo. Es, de alguna manera, un acompañamiento a la apropiación de la dificultad de manera consciente y de la actitud ante ella.

Personalizar el sentimiento consiste en tener en cuenta qué efecto tiene sobre el ayudado la toma de conciencia del significado y del problema que vive, es decir, a vivir conscientemente el efecto de las dos subdestrezas de la personalización ya citadas anteriormente.

Y, en cuarto lugar, personalizar el fin consiste en acompañar a tomar conciencia de lo que el otro desea hacer en relación a lo que efectivamente puede y cree que debe. Se dan cita aquí la voluntad, los límites de la realidad y la escala de valores y motivaciones que llevan al deseo del cambio y a la responsabilización por trabajar en él activamente.

Se trata, en síntesis, de acompañar a la persona a la que se quiere ayudar mediante la comunicación, a poseer lo que le pasa, lo que significa para él lo que le pasa, a tomar conciencia de lo que hace o no hace para que tal problema lo sea o deje de serlo, así como a ser consciente de los sentimientos que se producen en él al hacerse más consciente de su realidad y a concretar hacia dónde quiere y siente que debe ir.

Personalizar, en el fondo, es un modo de acompañar al otro a apropiarse de su situación y tomar protagonismo en el afrontamiento de las dificultades. Es un modo de evitar la huída por la generalización. Personalizar constituye un modo de humanizar.

Javier Gafo ha relacionado precisamente el significado de la deshumanización con la despersonalización, (Gafo 1994, pp. 25-27) con la pérdida de los atributos humanos, con la pérdida de la dignidad, con la frialdad en la interacción humana. El contenido más claro de la deshumanización para Gafo viene determinado por los siguientes aspectos: la conversión del ayudado en un objeto, su cosificación, su pérdida de los rasgos personales y el descuido de la dimensión emotiva y valórica; la ausencia de calor humano en la relación profesional, a veces pretendidamente justificada aunque capaz de velar una clara frialdad e indiferencia; el sentimiento de impotencia en la praxis profesional; la falta de autonomía del enfermo que termina siendo manipulado y objeto pasivo de cuanto acontece en torno a él y sobre él, y la no infrecuente negación al ayudado de sus opciones últimas ante las situaciones complejas.

La personalización sale al paso de estos rasgos de deshumanización promoviendo un estilo relacional centrado en la persona del ayudado, en el modo único e irrepetible como elabora su realidad de dificultad y su proyecto de superación, así como en sus recursos; reconciendo y promoviendo la autonomía en la relación.

La personalización no excluye lo que en la entrevista clínica recibe el nombre de normalización, (Buckman, Korsch, Baile 2000, pp. 16-17) -y que es útil también en la entrevista de intervención social- es decir, la ayuda a que el usuario tome conciencia de que su reacción, después de haber sido comprendida como personal, forma parte del modo normal y habitual de reaccionar de la mayoría de las personas. No se trata de un consuelo fácil porque es un mal común, sino el intento de minimizar el sufrimiento que podría ocasionar considerarse extraño o único en la experiencia que está viviendo.

La confrontación

Si la personalización ya es un modo de acompañar a apropiarse del problema de manera responsable, la confrontación constituye un paso más en el intento de acompañar a ser conscientes y responder de las posibles contradicciones que el ayudante percibe en lo que el ayudado vive, entre sus pensamientos, sus sentimientos, sus necesidades, sus valores, etc.

Confrontar no es más que un modo incisivo de reformular. Se reformula lo que el ayudante ha comprendido de la experiencia del ayudado, pero en concreto de aquella parte de la experiencia donde el ayudante percibe contradicciones, actitudes pasivas, desconocimientos, incoherencias.

El objetivo no es mostrar la clarividencia del ayudante frente a la confusión del ayudado, cuanto acompañar con buena dosis de comprensión, a tomar las riendas de cuanto no se presenta coherente, saludable.

Naturalmente, confrontar comporta diferentes problemas. Por un lado corre el peligro de que se transforme en una proyección de los puntos de vista del ayudante, o incluso de un modo de mostrar su autoridad. Por otro lado, puede convertirse en una humillación del ayudado al sentirse descubierto en desconocimientos o incoherencias. Sólo la autenticidad del ayudante, la purificación de las motivaciones por las que se confronta y la condición de que sea hecha después de comunicar comprensión y con sagrado respeto, garantizan la validez de la confrontación. De hecho, una confrontación hecha antes de una acogida incondicional o antes de mostrar empáticamente la comprensión, suele ser percibida como un juicio moralizante.

El recién iniciado en los procesos de aprendizaje en relación de ayuda siguiendo el modelo que estamos describiendo, suele encontrar dificultad a la hora de confrontar. Los procesos de aprendizaje suelen ayudar más en la habilidad de la escucha activa y la respuesta empática (concretamente la reformulación), que en la confrontación. Confrontar, en efecto, constituye un compromiso con la búsqueda del bien desde la relación, un compromiso que ha de estar libre de la proyección de la escala de valores del ayudante, sin hacer caso omiso de ella; un compromiso serio de co-responsabilidad con el cliente en la exploración de dificultades y recursos.

Particular relevancia tiene la persuasión por su delicadeza y por su mayor directividad, así como por el peligro de convertirse en manipulación o coacción. Persuadir sin caer en directividad indebida, no respetuosa de la autonomía del ayudado constituye un arte. En el conocido informe Belmont se dice: “Se dan presiones injustificadas cuando personas que ocupan posiciones de autoridad o que gozan de influencia –especialmente cuando hay de por medio sanciones posibles- urgen al sujeto a participar. Sin embargo existe siempre algún tipo de influencia en este tipo y es imposible delimitar con precisión dónde termina la persuasión justificable y dónde empieza la influencia indebida. Pero la influencia indebida incluye acciones como la manipulación de las opciones de una persona, controlando la influencia de sus allegados más próximos o amenazando con retirar los servicios a un individuo que tiene derecho a ellos.” (Ministerio de sanidad y consumo 1990, p. 7)

La persuasión se justifica por el peso de los argumentos, por la motivación centrada en el bien aceptado o deseado por el destinatario, por el modo como se realiza, por el respeto y la apelación a las repercusiones no queridas que una negativa puede tener sobre terceras personas y sobre uno mismo.

El profesor Diego Gracia distingue entre persuasión, manipulación y coerción, como los tres modos más importantes de ejercer la intencionalidad. “La coerción existe cuando alguien intencional y efectivamente influye en otra persona amenazándola con daños indeseados y evitables tan severos, que la persona no puede resistir el no actuar a fin de evitarlos. La manipulación, por el contrario, consiste en la influencia intencional y efectiva de una persona por medios no coercitivos, alterando las elecciones reales al alcance de otra persona, o alterando por medios no persuasivos la percepción de esas elecciones por la persona. La persuasión, finalmente, es la influencia intencional y lograda de inducir a una persona, mediante procedimientos racionales, a aceptar libremente las creencias, actitudes, valores, intenciones o acciones defendidos por el persuasor” (Gracia 1989, p. 185).

Las personas sanamente persuasivas generan confianza, seguridad, y son vistas como “creíbles” y “desinteresadas”. La persona persuasiva es casi siempre asertiva, sabe moverse de manera armoniosa, con una reactividad más bien baja y cierta dosis de cordialidad, suele argumentar los mensajes, exponer los motivos que aconsejan tal o cual recomendación, pero sin exponer los pros y contras de otras alternativas, a menos que nuestro interlocutor tenga un elevado nivel cultural. El recurso al miedo (muy puesto en cuestión) suele tener un grado moderado de eficacia, pero lo pierde completamente si se perciben tintes dramáticos. Así mismo, la repetición excesiva puede provocar la sensación de que estamos “demasiado interesados” y que, consecuentemente, puede haber algo deshonesto en la intención.

En realidad, la confrontación (excepto quizás la didáctica) suele plantear problemas éticos. Más aún, la confrontación se hace más difícil cuando el ayudado se encuentra ante un conflicto o problema ético. Confrontar no consiste tanto en acompañar al otro a que decida aquello que al ayudante le parece mejor, cuanto el arte de discernir juntos, respetando la autonomía, pero teniendo en cuenta las repercusiones de la conducta sobre los demás y la naturaleza valórica de la misma. La confrontación ética tiene como objetivo acompañar a tomar decisiones responsables y no meramente impulsivas, decisiones donde razón y sentimiento estén equilibradas, donde la dignidad de la persona o personas afectadas sea respetada, a la vez que la libertad de quien se encuentra en medio de un conflicto.

En el fondo, confrontar representa un deber ético del ayudante.

La inmediatez

Una habilidad más de la relación de ayuda es la inmediatez. Esta adquiere diferentes connotaciones en función de la situación y el problema del ayudado. Su significado más común consiste en la destreza del ayudante de captar el aquí y ahora de cuanto está viviendo el ayudado, aunque no lo diga, así como verificarlo con la confirmación del ayudado.

No es infrecuente que el ayudado transmita mensajes ocultos, indirectos o distorsionados, a través de sus diferentes manifestaciones. Mediante la inmediatez, el ayudante provoca que el ayudado tome conciencia de cuanto está viviendo en la relación en el aquí y ahora. Se vendría así a responder a la pregunta implícita: “¿qué está pasando entre tú y yo aquí y ahora?”

Particularmente relevante es esta habilidad cuando se produce el fenómeno de la transferencia, especialmente aquella que no resulta favorable para la relación porque el ayudado proyecta sobre el ayudante sentimientos, expectativas y comportamientos desproporcionados al rol que éste desempeña y que distorsionan la naturaleza de la relación haciéndola falta de autenticidad. Aclarar la relación mediante la inmediatez le dota a la relación de autenticidad de modo que pueda ser más eficaz.

En efecto, uno de los problemas más frecuentes de lo que pudiera parecer a primera vista, viene constituido por la transferencia. El fenómeno, descrito inicialmente por Freud, representa una reproducción de patrones de conducta no auténticos y no centrados en el aquí y ahora de cada una de las personas que interactúan. Cuando se produce la transferencia en este sentido, el ayudado reacciona ante el ayudante como si éste fuera un tercero, transfiriendo sobre él sentimientos, expectativas o comportamientos que no le son propios a su rol, sino a otra persona hacia la que aquél los viviría de manera más propia. Es el caso del ayudado que ve en la persona del agente social, por ejemplo, la de su padre protector que le solucionará todos los problemas, o el del que se enamora del ayudante y transfiere sobre él sentimientos, expectativas y conductas no apropiadas a los roles en los que la relación se plantea.

Esta forma de transferencia (cuando no se limita al simple sentimiento producido en la relación y que no comporta problema alguno), genera dependencia, limita la libertad de las personas, y constituye un problema para la relación que, con frecuencia se hace más grande que aquél que originó la relación de ayuda. La relación, que pretendía ser de ayuda, se convierte en problema: una enfermedad de la relación que necesita ser sanada mediante la inmediatez.

Otras estrategias de afrontamiento, además de la inmediatez, son la no satisfacción de las expectativas desproporcionadas al rol del ayudante, la solicitud de ayuda para el mismo ayudante a un tercero y, en último término, agotadas éstas, la derivación a otros profesionales.

Cuando la transferencia se produce en el ayudante hacia el ayudado, entonces hablamos de contra-transferencia.

La iniciación

En el proceso de la relación, que va desde la escucha y comprensión del problema y su significado a la personalización del mismo para que éste se apropie de él y participe de la manera lo más responsable posible en su afrontamiento, a la definición de los objetivos y de las acciones a emprender, la destreza de iniciar es la adecuada para el final del proceso.

Iniciar consiste en incitar a la acción, en provocar que el ayudado defina lo que va a hacer y adopte una actitud activa ante las dificultades, contemplando incluso alternativas a considerar en caso de que las primeras decisiones que expresa no den buen resultado.

Autoconocimiento del ayudante

Si es cierto que las actitudes y habilidades, junto con los conocimientos propios del fenómeno de la relación interpersonal, constituyen los elementos que confieren a una persona competencia relacional, no lo es menos que el autoconocimiento juega un papel fundamental en las relaciones de ayuda.

La máxima escrita en el templo de Delfos y que Sócrates hace suya (“conócete a ti mismo”) constituye un aspecto fundamental de lo que se ha dado en llamar “inteligencia emocional” (Goleman 1997). El Trabajador Social que hace un trabajo sobre sí, a la búsqueda de lo que le habita, tanto a nivel emocional como en el ámbito de los propios límites para conocerlos y manejarlos, se hace más competente habilidades de counselling.

En efecto, conocerse evita las proyecciones no controladas, los mecanismos de defensa insconcientes, permite hacer de la propia fragilidad y de los propios límites, recursos al servicio de una mayor comprensión, permite purificar las motivaciones que llevan a intervenir de una determinada manera en la ayuda.

La introspección constituye uno de los caminos para el conocimiento de uno mismo y el mejor manejo de las propias dinámicas. Pero el autoconocimiento tiene como objetivo también la “integración de la propia sombra” en términos de Carl Jung. La sombra estaría constituida por aquello que hemos arrojado al inconsciente por miedo a no ser aceptados. Constituye “un oscuro tesoro compuesto por los elementos infantiles del ser, los apegos, los síntomas neuróticos y los talentos y los dones no desarrollados” (Monbourquette 1999, p. 12). La aceptación e integración de la propia sombra no comporta su eliminación, sino su utilización para fines positivos (Brusco 1999, p. 46). Llegar a ser consciente de la propia sombra implica reconocer como presentes y actuales los lados sombríos de la persona y su influjo en la conducta y en la vida moral.

Autocontrol emocional

Y uno de los ámbitos donde resulta particularmente importante el autoconocimiento es el mundo emocional. Conocer los sentimientos que nos habitan cuando adoptamos el rol de ayudantes constituye un paso para poder controlarlos, manejarlos, encauzarlos y no ser víctima de su energía. La falta de conciencia de un sentimiento hace que éste actúe en una persona de manera incontrolable, manifestándose de manera salvaje, ciega, es decir, sin la participación o con una mínima participación de la inteligencia y de la voluntad.

En el mundo de la intervención social y del sufrimiento humano en general, las conductas de los usuarios y familiares provocan emociones que los profesionales de la acción social han de manejar. “La clave de la regulación emocional radica en mantener en jaque las emociones angustiosas; si son desmesuradamente intensas y se prolongan más de lo necesario, resquebrajan la propia estabilidad. (…) Una sana maduración personal no pasa por eliminar los sentimientos angustiosos, sino por aprender a detectarlos y tratarlos adecuadamente” (Arieta 2000, pp. 102-103).

Uno de los retos importantes de todo agente de ayuda es realizar consigo mismo un proceso de integración de las propias emociones. Con frecuencia éste es presentado aludiendo a los siguientes pasos a dar en relación a los sentimientos del ayudante: Tomar conciencia de los mismos; ser capaces de dar nombre a las emociones que se experimentan con familiaridad; aceptarlas, liberándolas de la connotación moral de la que suelen in cargadas, puesto que las emociones en sí mismas no son buenas ni malas moralmente; integrarlas aprovechando su energía en la dimensión conductual, de manera que ésta sea el resultado del sano equilibrio entre la energía que proviene de los sentimientos y la regulación emocional mediante los valores.

La relación entre sentimientos y valores es compleja. A lo largo de la historia de la filosofía se ha establecido un abismo –casi siempre infranqueable- entre los actos de la inteligencia intelectiva (concebir, juzgar, etc.) y el mundo de los sentimientos, a los que Luis Vives llamó los “alborotos anímicos”.

En este sentido, los sentimientos han convivido con una connotación de “blandura”, siendo relegados a un segundo plano en la consideración de la vida de la persona, cuando no despreciados o calificados negativamente desde el punto de vista moral.

Zubiri, en su Inteligencia sentiente subraya la importancia de los sentimientos en el conocimiento, afirmando que “inteligir consiste formalmente en aprehender lo real como real, y sentir es aprehender lo real en impresión”. Esta recuperación del mundo de los sentimientos en la concepción del conocimiento y su influjo en la vida de la moral viene a recuperar lo que por algunos fue considerado un exceso por parte de Hume, según el cual los valores son aprendidos por los sentimientos, no por los juicios de la razón, lo cual venía a poner en crisis la falacia naturalista (del es se deriva el debe). Para David Hume (1711-1778) los juicios morales no pueden ser juicios de razón, pues ésta sola nunca nos impulsa a actuar. La moralidad pertenece más bien a la esfera del sentimiento que a la del juicio, y los sentimientos son de aprobación/desaprobación.

José Antonio Marina ha hecho una aportación interesante a la reflexión sobre los sentimientos. El traduce la expresión de Aristóteles de orexis dianoetiké (deseo inteligente) como “sentimentalidad inteligente”, que es, en el fondo, el hombre. Baste decir que el hombre es razón y deseos, y que “sentimentaliza” racionalmente los deseos, como presenta en su obra Etica para náufragos.

También Adam Smith pensaba que la moral consiste en un sentimiento de compasión, y surge del hecho de ponernos en lugar del otro. Por más egoísta que quiera suponerse al hombre –empieza diciendo en su Teoría de los sentimientos morales-, evidentemente hay algunos elementos de su naturaleza que lo hacen interesante en la suerte de los otros, de tal forma que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión, términos que, con propiedad, denotan nuestra condolencia por el sufrimiento ajeno.

Pero más allá de la complejidad de la relación entre sentimientos y valores, entre sentir e inteligir, entendemos que el agente social ha de realizar un camino de exploración e integración de las emociones de manera inteligente. De alguna manera ha de hacerse experto en lo que Pascal llamó las “razones del corazón”, porque éstas influyen mucho tanto en la persona del Trabajador Social como en la del usuario que sufre y necesita de alguna ayuda. Desgraciadamente, a mi juicio, todavía son muchos los que al mundo emocional le confieren un rango menor en cuanto tiene que ver con la exclusión y la marginación.