“Ahora nadie quiere quedarse con los viejos en casa. Todo el mundo los manda a las Residencias; ya no es como antes”, me decía el otro día Juani. Quería hacerme ver que prácticamente todas las personas mayores están institucionalizadas, y que eso era debido a la pérdida de los valores que llevaban antes a cuidar a los ancianos. Y creo que las cosas no son así.
Es un tema traído y llevado y a veces manido. En realidad, con datos recientes y fiables en la mano (INE), hay que decir que en 1998 el 38,4% de los mayores dependientes eran cuidados por las hijas, el 21,5% por el cónyuge y el 12,5% por los hijos, que sumado hace un 72,4%. Vamos, que la mayoría de los mayores que necesitan cuidados están en la familia, habiendo disminuido, además, el papel de los servicios sociales en la atención a los mayores que viven en la comunidad. No olvidemos que mayores tenemos cada vez más, siendo España uno de los países de Europa que más envejece.
Si a esto se añade el incremento de las demencias (particularmente el Alzheimer), nos damos cuenta enseguida de que efectivamente la sociedad está respondiendo, al menos en parte, a aquella vieja máxima del libro del Eclesiástico que dice: “Hijo, cuida a tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor”.
Ayudar al anciano en casa
Más difícil es, en todo caso, ayudar bien a los mayores dependientes o semidependientes, tanto con el apoyo físico adecuado como el psíquico y moral, porque la formación existente para los cuidadores habituales no profesionales (la familia, sobre todo) es, ciertamente, muy escasa.
Victor Català escribía en 1869: “El viejo es el mejor ornamento del hogar del joven porque aporta al hogar todos los tesoros de la juventud pasados por el crisol, purificados de máculas y de escoria, convertidos al fuego lento, a fuerza de hervores clarificadores, en riquísimo y apreciado oro de copela”. Quizás entonces los mayores –como parece que prefieren hoy ser llamados- no eran tan mayores ni padecían tantos deterioros cognitivos como hoy. Pero, en todo caso, como toda persona, hay que reconocer que, se encuentren como se encuentren, los mayores son un bien social. Así lo decía La Tse: “Un hombre, por acabado que parezca, sigue siendo necesario mientras viva”.
Aún a riesgo de ser muy parciales en la propuesta, presentemos algunas indicaciones para la relación, el cuidado y la ayuda de nuestros mayores.
- Darles espacio y aprender de ellos. Aprender incluso de su silencio, de su pasividad, del caos mental en que el deterioro les hace encontrarse a veces. Nos pueden ayudar a valorar lo realmente importante.
- No caer en la trampa de la teoría de la “tasa de actividad”, según la cual parece que tanto mejor estarán cuantas más cosas hagan, cuantas más actividades tengan, sin valorar de manera personalizada los efectos benéficos o perturbadores para el mayor. Hay un tiempo para todo, también para hacer pocas cosas o para no participar, incluso en momentos que a los más jóvenes nos pueden parecer importantes, significativos o “mágicos”. Piénsese en algunas actividades propias de la Navidad en las que algunos mayores prefieren no participar debido al estado en que se encuentran.
- Aceptar sus límites y no hacerles responsables ni reprocharles por tenerlos. A veces nos avergonzamos ante los demás de los límites de nuestros mayores y les intentamos excluir de ciertas relaciones por una estúpida moda de gustar siempre, a todos y poniendo “maquillaje” a la humanidad. No es infrecuente reprochar por no oír bien, por no acordarse de algo, en lugar de repetir o aclarar de acuerdo a sus posibilidades de comprensión.
- Comprender el significado de la vejez. Ser viejo es también ser memoria de la muerte y de las pérdidas, y tomar conciencia de ello puede hacer convertirles en un tesoro que nos humanice y nos sitúe en la verdad de la vida o en inmundicia que hay que ir desechando. Ellos nos pueden recordar que lo valioso a veces está en el pasado y que en lo viejo también hay valores. Así dice un anónimo curioso: “Quemad leña vieja, bebed vino viejo, leer libros viejos y tened viejos amigos”.
- Recordar que los viejos necesitan poco, pero lo poco que necesitan lo necesitan mucho. Y una necesidad imperiosa es la de ser escuchados. En lo que cuentan hay sabiduría. Camus decía: “Que no nos escuchen; eso es lo más tremendo cuando uno se hace viejo”. Permitir que el otro se narre es darle oportunidad para ir escribiendo el último capítulo y poder firmar el acta de la propia vida.
- Comprender la reminiscencia. Es frecuente que el mayor vuelva al pasado y cuente muchas veces la misma historia. Si no hay deterioro cognitivo, probablemente está satisfaciendo así la necesidad de ser reconocido. En medio de la crisis posible de identidad, de autonomía o de pertenencia, puede que necesite afirmarse y para ello, lo que más tiene es pasado y a él se recurre para presentarse. Escuchar la misma historia repetidas veces es distinto de oírla (ya se conoce), porque el mensaje es siempre actual.
Como ha dicho José Luis Aranguren, la vejez es la edad del ocio frente a la diversión, la de los pequeños goces cotidianos, la estima de la calidad de vida. Y, como consecuencia de este ritmo, deviene la serenidad y la disponibilidad. Esta actitud distinta frente a la vida es, en sentido etimológico y literal, estética (más propia de los sentidos) y consiste en ver vivir, y en poseer una sabiduría de la vida, que es a la vez recapitulación y desecho, repaso y reposo, y encarnación de la memoria colectiva de la sociedad. Ayudar a vivir en esta clave es cosa de todos.