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Sexualidad y relación de ayuda

Año publicación: 2001

A fuerza de encontrar problemas relacionados con la vida de pareja, con la infidelidad, con el no entendimiento en la satisfacción de las necesidades sexuales, con las patologías de los afectos, reconozco la importancia de que el ayudante trabaje su propia sexualidad. Además, escuchando estos problemas, percibo que también los ayudantes sentimos atracción hacia algunos ayudados y no siempre resulta fácil manejarla.

Uno de los aspectos poco referidos al hablar de relaciones de ayuda es la sexualidad. Sin duda ésta juega un papel importante en la interacción ayudante-ayudado. En la medida en que el agente de salud o social viva su propia afectividad y su propia dimensión sexual integra­das, en esa medida será capaz de afrontar los conflictos que le pueda plantear el ayudado y vivir con libertad la relación con la persona hacia la que le empuja el deseo.

Armonía del ayudante

Integrar la propia sexualidad significa que ésta sea vivida en armonía y paz –a la vez que tensión- dentro de la totalidad de la persona, como fuerza y dimensión humana que ayuda a crecer y a comunicarse a la persona en lo más íntimo de su ser, en su capacidad de amar y de ser amado. Integrar la propia sexualidad también es experimentar el cuerpo vivo, sensible, tierno, blando, en el que yace o subyace la pasión y la necesidad de ser fecundo con otro.

El buen moralista español Marciano Vidal, proponiendo una reflexión sobre la dimensión moral positiva de la sexualidad dice que ésta consiste en la “personalización” de la misma dentro de las estructuras de la personalidad humana. Dicho esto de una manera más sencilla, diríamos: un comportamiento sexual es bueno (moralmente hablando) si “personaliza” o tiende a “perso­nalizar” al hombre. Esto supone que dicho comportamiento sexual está “integrado” dentro del conjunto armónico de la persona. La personalidad es fruto de una liber­tad que integra en nosotros las tendencias y los impulsos vitales, colocando con inteligencia afectiva las energías que, en vez de pade­cerlas como una fatalidad, son vividas como elementos preciosos de vocación personal.

Para la relación de ayuda, en la que con frecuencia se presentan dificultades que tienen que ver con la sexualidad, constituye un reto, pues, la integración de la propia energía libidinosa y la vivencia de manera personalizada de las propias energías sexuales. Un modo personal de vivir implica un esmero por ser consciente de las dinámicas, de sus motivaciones, de cuanto buscamos o de lo que huimos en las relaciones. No es tan infrecuente encontrar ayudantes que, no habiendo madurado su dimensión afectiva, se muestran rígidos o con carácter agrio, bloqueados o con morbo en las relaciones de ayuda, no haciendo lo que realmente quieren con el deseo, no siendo libres.

La esperada armonía del ayudante no significa que éste haya llegado a la plenitud de la perfección, concebida ésta como ausencia de deseo y del límite. La experiencia de la propia naturaleza, de las propias pulsiones y tendencias puede ser fuente de comprensión de la humanidad y de las dificultades ajenas si las propias son conocidas y manejadas con la sabiduría que proviene de la razón, del cuerpo, de la inteligencia del corazón y de la inteligencia moral.

Hombre y mujer

Una especial importancia para la relación de ayuda la tiene la apropiación de la dimensión del sexo opuesto presente en el ayudante. Para el agente varón, la apropiación de las características de la personalidad femenina como la receptividad, la disponibilidad, la capacidad de escucha, de observación, de hacerse cargo del problema de los demás, la inclinación a ofrecer los propios servicios, la dimensión contemplativa, favorecerán la madurez humana.

Para realizarse plenamente como ayudante, la mujer está llamada igualmente a integrar la propia dimensión contrasexual, el “animus”, como ha escrito Angelo Brusco, aquello más directamente asociado a la racionalidad, la responsabilidad, la voluntad y el sentido del deber, la decisión y la capacidad organizativa, la iniciativa, la tendencia a proyectarse fuera del mundo, la voluntad de hacerse valer, de alcanzar el fin, la meta.

En algunos lugares, la cultura está favoreciendo que hombre y mujer reconozcan que todas esas características son propias de la humanidad por encima del sexo. Las mujeres, como dice Mercedes Navarro, parece que en cuanto género y por socialización, historia y cultura, se encuentran más cerca de los aspectos que han estado más ocultos y reprimidos pública, cultural, religiosa e históricamente. Forman parte, de alguna forma, de esa “humanidad ceniecienta”.

La integración de la propia sexualidad por parte del agente, permitirá que la relación con el ayudado la fundamente y tenga como punto de mira el agape, armonizando en sí mismo y en la relación el eros (amor sensible, erótico, energía dinámica positiva) y la filía (amistad en la que el eros se integra con la componente racional y espiritual del hom­bre).

Educar el deseo

Es sabido que algunos ayudantes, algunos terapeutas han abusado y abusan de sus clientes aprovechando de las relaciones transferenciales o de la vulnerabilidad de aquellos y manteniendo relaciones sexuales con ellos. Freud no lo escondió.

Sin embargo, no me parece que en condiciones de asimetría, como son las que se producen en las relaciones de ayuda,  esta práctica sea digna de ser calificada de respetuosa y mucho menos terapéutica, incluso en los casos en que respondiera a demanda de los ayudados o clientes, porque difícilmente se podría hablar de libertad recíproca.

Educar el deseo, convivir con él, manejar el impulso y no tener miedo a navegar sin morbo entre las dificultades del otro requiere entrar en contacto con las propias fuerzas y las propias debili­dades a nivel físico, intelectual, emotivo, social y moral. Esto puede ayudar a afrontar la vida y las relaciones de ayuda con mayor confianza, autenticidad y misericordia.

Leonardo Boff, escribiendo sobre Francisco de Asís y con lenguaje simbólico, dice que en todo santo convive siempre el abismo de la humana fragilidad. Las virtudes son más grandes porque las tenta­ciones vencidas han sido grandes. No se puede beber la santidad con la facilidad con que se bebe durante la infancia la leche materna. Detrás del santo se esconde la pasiona­lidad volcánica que tiene raíces en todo el tejido humano; instintos de vida y de muerte laceran el interior de cada persona; impulsos de ascensión y de comunión con lo distin­to, de donación, conviven con las tensiones del egoísmo, del rechazo y de la mezquindad. Todo esto no está ausente de la vida de los santos y, por tanto, de cualquier persona que desee ayudar a otra con lo mejor de sí mismo.

La impulsividad y el deseo aceptados, en este sentido, refuerzan la intencionalidad del hombre integrado, padrón de sus energías, capaz de ternura y de gestos profundamente humanos porque no ha sido endurecido por la sola racionalidad.

En el fondo, pues, se trata de reconciliarse con la propia imagen real, con la propia humanidad, para crecer espiri­tualmente sin gastar energías en mantener alta la propia estatua a base de máscaras.

Aceptar el deseo y los impulsos nos hace más tolerantes hacia los demás, más comprensivos ante las dificultades del otro.

En este sentido, Bernard Häring ha escrito que tanto en las profesiones médicas como paramédicas como en la Iglesia, (se diría también en las sociales), un criterio decisivo es la capacidad de dejar a las personas libres, y educarlas a la conciencia de ser personal y creativamente libres. Si el ayudante comprometi­do en estas actividades se da cuenta de las propias energías y límites y reconoce en todas sus relaciones personales y profesionales que también él es vulnerable y que tiene a su vez necesidad de ser ayudado, entonces logrará una particular competencia en las relaciones de ayuda.