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¿De quién es el enfado?

El otro día, durante una conversación con mi mujer, ella me hizo un comentario que fue el inicio de un mal rato, aunque pasado un tiempo, me sirvió para darme cuenta de muchas cosas y, de paso, salir más animado y con una actitud renovada.

Estábamos en la cocina -donde se cuecen todo tipo de asuntos – y mientras hablábamos, Cristina, mi mujer, me dijo que le gustaría que fuera un poco más activo, que tratara de buscar alternativas para ofrecer formación, pues ve que es bueno poner en juego mis cualidades y no estancarse, que el tiempo va pasando y se me termina pasando el arroz. Me sugería que hablara con Rodrigo, un amigo que trabaja en la oficina de empleo, para que me diera luz y me orientara sobre el asunto. Acto seguido empecé a sentir rabia, en parte contra Cristina, pero también en parte contra mí mismo. Me puse de uñas, a la defensiva, aunque en estos casos suelo permanecer callado y pasar a un modo autista. Lo tomé como si me estuvieran llamando la atención, ¡qué vergüenza!, ¿estaba queriendo decir que no me muevo suficientemente? ¿Qué estoy muy perezoso?

Al sacar este tema se desató dentro de mi toda una tormenta de pensamientos y emociones – sin yo quererlo – y me brotó una gran irritación y mucho cabreo, aunque me lo guardé para adentro. Y esto mismo también me pasa, de vez en cuando, con otras innumerables situaciones y cosas tan simples como, por ejemplo, limpiar los cuartos de baño. Seguro que tiene que ver con mi carácter tan responsable y perfeccionista, lo de llevarme estos enfados, quiero decir. 

Por ejemplo, centrándonos en las tareas domésticas que llevo a cabo, llevo fatal que me haga algún tipo de corrección del tipo: “hay que agacharse y darle al lavabo por todos lados, por debajo también, a derecha e izquierda”. Reconozco que no tengo la zurda de Nadal y con la mano izquierda me manejo peor y la zona que debo cubrir con esa mano acaba más descuidada. Otra indicación es la limpieza del pie del inodoro, en el que se concentran olores y pipises – a causa de lo mal que dirigimos normalmente el chorrito los chicos – y hay que reforzar la limpieza y ponerle más empeño. Y tengo que reconocer que es verdad, que, como dice un amigo mío, más de una vez me conformo con “quitar lo más gordo”. Y qué deciros cuando limpio el cristal de la mesa del salón, una cuestión que se las trae. “¿Has limpiado el cristal?”. Con esta pregunta ya sé lo que quiere decirme: “compruebo que no lo has hecho correctamente”. Mi interpretación no falla. Por más veces que me repite cómo he de hacerlo, nada, siempre queda algún pequeño pegote que se me resiste. “Pero si sólo con mirar al contraluz te das cuenta que no queda limpio del todo”. A mí se me escapa pasarle ese tipo de test, ciertamente. Hasta un día me cogió la mano y tuve que pasarla por el cristal para que sintiera en mi palma los restos de suciedad que había dejado al pasar el trapo. Por lo que se ve, a veces, lo único que funciona es emplear con contundencia ciertos métodos de aprendizaje.

Hace poco leí un precioso artículo de Dolores Aleixandre. Hablaba de las distintas maneras de llamar al Espíritu Santo. La ruaj, el aliento de vida, el Espíritu Divino, admitía diferentes nombres. Uno de ellos era el de entrenadora. Bueno, pues Cristina, mi mujer, es la encarnación del Espíritu Santo entonces. Me pone las pilas, me pincha, me da empujoncitos, me zarandea si hace falta, todo con mucho cariño, por supuesto. Que sería de mí sin mi ruaj particular. Ella nos remueve y nos saca de nuestra posición cómoda. Porque es muy fácil que nos quedemos dormidos, que nos metamos en nosotros mismos y nos conformemos sin más con lo que hay. El aliento de vida, conociendo nuestra condición frágil viene a salvarnos, nos estimula, nos pone en marcha.

Retomando el comienzo, voy a contaros el análisis que hice después de que Cristina me dijera que le gustaría que no dejara de ofrecerme para dar formación. Pensé: “siempre está con la misma cantinela”. Como digo, la conversación acabó desencadenado una tormenta dentro de mí. A mí me da, y puedo equivocarme, porque no cuento con datos científicos de ningún tipo, que en mi interior hay una voz que, aprovechando estas ocasiones, se dedica a violentarme con expresiones del tipo: “ves, ya te están llamando la atención, otra vez”, “eres un vago de mucho cuidado”, “como no te espabiles se va a terminar cansando de ti y te va a dejar”, “menudo gandul que estás hecho”, “como no te espabiles de una puñetera vez te aguarda un futuro bastante negro”. Este no es, desde luego, el mejor modo de ayudar para ponerme en marcha y no dejar que me estanque. Al contrario, parece más bien que ese tipo de reproches van buscando hundirme, humillarme y dejarme totalmente abatido. Prefiero, cien veces más el estilo de aprendizaje directivo de hacerme pasar la mano sobre el cristal. Cristina expresaba de manera adecuada un deseo, no me estaba dando – crucemos los dedos – ningún tipo de ultimátum. Es verdad, que, de entrada, no sienta bien; no nos gusta que nos remuevan porque preferimos estarnos quietos y seguir tan a gusto como estamos. Su deseo, su sugerencia, me invitaba al movimiento, a no permanecer parado, a seguir teniendo un horizonte al que encaminarme para sentir que sigo vivo, que tengo mucho aún que dar y que recibir de la vida.

Después que la tormenta interna amainó lo pude ver todo más claro. Me di cuenta que soy yo mismo el que hace que me viva entre la espada y la pared. Un comentario hecho sin la intención de atacarme lo acabé considerando un ataque. A saber qué es lo que provoca que, dentro de mí, se desate ese huracán de pensamientos y emociones tan aniquiladores. Lo que está claro es que si me llevan a hundirme más y más no son nada buenos. Este tipo de ideas y emociones no van a generar movimiento, todo lo contrario, pues parece que lo que persiguen es anular el ánimo. Pero están ahí, y no podemos negarlas. Cuando regresa la sensatez se puede ver todo con más claridad y, como dice José Luis Bimbela, empezar a ver la situación de una manera más objetiva y justa, y desde ahí sí que es posible avanzar.

Y todo eso que acontece dentro de mí mismo es posible ponerle orden. Esa es la buena noticia. No se trata de pelearse con lo que nos pasa. La clave está en aceptar, en dejarlo ser, dando nombre a lo que me sucede, a lo que siento, a lo que pienso. Una situación, como hemos visto, aparentemente neutral, sin intención alguna de provocar ningún tipo de daño, al revés, darme un empujón y agitarme, acaba generando un torrente de ideas y sentimientos muy diversos. ¿Qué me está pasando?, puedo preguntarme. ¿Qué me ha hecho, realmente, que me sintiera de esta manera? Ya hemos visto, que la irritación no era tanto por lo que me decía mi mujer, sino por lo que se me ocurría pensar de la situación y de mí mismo, “que si quiere decir que soy un vago”, “que si no aguanta más tiempo con un hombre así”, etc. Estos pensamientos que se disparan dentro de mí de manera automática son los que me hacen sentir vergüenza, miedo, frustración, y no ayudan.

Lo bueno de esta experiencia es que al poder ponerle nombre a las cosas y verlas de manera más objetiva y justa, somos capaces desde ofrecer un curso, sellar empanadillas, frotar con más fuerza un trapo o pasar la mopa, que a todo hay que entregarse para sabernos vivos de verdad.

Enrique Delgado Amador: psicólogo, máster en Counselling y socio de ACHE

Este texto es un botón de muestra del primer libro de Enrique Delgado, Hombres de cuidados, publicado por la editorial San Pablo.  Una narración con la que nos cuenta su experiencia como padre que, tras quedarse en paro, pasa a ocuparse de las tareas domésticas y del cuidado de la familia. Un  proceso transformador y liberador, según él,  que le ayudó “a encontrar nuevos significados tanto en la esfera personal, social como espiritual” a través de las luces y sombras en cuestiones muy cotidianas.

Un contenido enfocado al conocimiento personal con el que algunos lectores puedan sentirse identificados e, incluso, sentirse acompañados.