Ache

Blog

Blog

Herida y cicatriz

Hace tiempo vi la magnífica película titulada La vida secreta de las palabras dirigida por Isabel Coixet. La protagonista era una mujer que trabajaba como enfermera en una plataforma petrolífera en mitad del océano. Se encargaba de cuidar un hombre que había sufrido un accidente durante su trabajo en las instalaciones. Ella no hablaba, apenas unas breves palabras, en su tarea entregada y cuidadosa hacia el accidentado que, por otro lado, se sentía perplejo ante su extraño mutismo.


Yo mismo, como espectador, sentía también rabia, y un poco de antipatía, por su hermetismo aparentemente injustificado. ¿A qué venía tanto silencio? Pero, en medio de ese silencio, amasado en los largos meses de convivencia dentro de la plataforma, se fue fraguando una complicidad entre aquella mujer y su paciente. Comenzó a establecerse un vínculo que permitió que al final ella pudiera abrirse poco a poco y poder terminar contando su pasado traumático, aquella herida que le había llevado a guardar silencio. De esta manera, tan delicada, respetuosa y paciente, pudo ser capaz de salir de sí misma, revelar su historia y dejarse abrazar finalmente.


Tal vez, a lo largo de nuestra historia personal, hemos ido viviendo una serie de situaciones que nos han terminado causando un daño, una herida, y, ante ciertas relaciones con las personas y objetos que nos resultan amenazantes optemos por levantar nuestras defensas y permanecer encerrados. En estos casos estamos protegiéndonos, pues nos sentimos muy vulnerables y no queremos sufrir daño otra vez.


Por ejemplo, si cuando éramos niños padecimos situaciones de violencia y llegamos a recibir desgraciadamente gritos descontrolados y arbitrarios por parte de nuestro padre o madre, es normal que, ante personas que nos recuerden dicha figura de autoridad, o bien alcen su voz contra nosotros o se muestren agresivas, brote instintivamente un sentimiento de resentimiento y miedo. Es fácil que vuelvan a aflorar los fantasmas del pasado y se despierte el dolor de entonces. Ante ello, si no somos conscientes de lo que nos pasa, lo más normal es que se dispare una manera sin filtros de actuar, que no soluciona nada en realidad pues, o bien nos replegamos y escabullimos o, por el contrario, pasamos al otro polo saltando como una fiera sobre la otra persona para atacar.


En estos casos vivimos presa de nuestra herida. Es la falta de reconocimiento y aceptación de la misma la que no nos deja vivir y decidir libremente. Será necesario poner luz en nuestro interior e iniciar un proceso de conocimiento personal, pero solos no podemos, necesitamos que alguien nos acompañe.


Mostrar la herida no es fácil. Ha de haber mucha confianza con otra persona para que nos lancemos a mostrar nuestro dolor, nuestro duro pasado, aquello que nos hizo daño. Sólo si contamos con alguien que acompañe nuestro silencio, que aguante pacientemente a que nos decidamos a abrir, podremos dejar que se aireen nuestras dolencias más hondas. Si no escuchamos y nos dejamos llevar por la exasperación, forzando al otro a que nos cuente cuando aún no está preparado y se abra a nosotros para que nos diga que le pasa, no ayudamos. Hemos de contenernos y dejar que la otra persona se sienta segura para dar el paso de abrirse.


Por mucho que desde fuera veamos con claridad lo que le conviene a la otra persona, hay que hacer primar la libertad del otro, respetar sus ritmos y sólo desde ahí, ofrecer nuestra acogida y compromiso. Sólo así, la herida, aunque al exponerse cause escozor, podrá convertirse en cicatriz.

Enrique Delgado, psicólogo, máster en Counselling y socio de ACHE