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La evolución de la empatía

El concepto de empatía ha sido objeto de reflexión desde tiempos inmemoriales, de toda su trayectoria posiblemente este sea el momento histórico en que goza de mayor prestigio, y a pesar de ello existe aún, en algunos ámbitos profesionales, cierto rechazo a toda actitud que lleve a hacer patente cualquier tipo de sentimiento, entendiéndolo como poco profesional y nada eficiente. Dichas formas de pensamientos obedecen entre otras causas a reminiscencias heredadas del pasado.

Ya en la antigua Grecia, algunos clásicos como Platón o Aristóteles consideraban que la empatía no solo no era buena sino incluso altamente dañina para la sociedad.

Según los estudios de Aristóteles tendemos a sentir más positivamente por los que percibimos que se parecen a nosotros, por lo que tenderíamos a favorecer más a aquellos con los que más nos identificamos. Por tanto cuanto más empática resultaba ser una persona menos probabilidades de que fuera imparcial en sus juicios y comportamientos. Desde una percepción similar en la antigua Roma se representaba a la diosa de la justicia con los ojos vendados simbolizando la no “contaminación” por el sentimiento empático a la hora de dictaminar.

Afortunadamente hoy en día, gracias a mentes preclaras como la de Carl Rogers y sus discípulos, cada vez es mayor la sensibilización hacia las relaciones empáticas. Sobre todo en el ámbito socio sanitario.

Estilo empático en la relación de ayua

Decir que la empatía es básica para la autoestima seguramente para muchos es decir lo obvio y sin embargo estudios recientes sobre estilos comunicativos revelan que el estilo empático es el percibido como el más complejo y el menos mantenido por el ayudante en la relación terapéutica.

Desde mi experiencia esta dificultad posiblemente tenga que ver, entre otras circunstancias, con dos aspectos fundamentales, uno de ellos está relacionado con el gran déficit que tenemos los profesionales de la ayuda para encajar que no es posible empatizar con todas las personas que acompañamos, ni de la misma manera. La tendencia suele ser a intentar acoger empáticamente cuanto nos llegue del otro sin tener en cuenta nuestros propios límites.

Un segundo aspecto que dificulta la relación empática mantenida es la gran variabilidad que existe entre los profesionales, en cuanto a formas de entender y manifestar la empatía. Por conocido que sea el concepto los límites siguen siendo difusos.

Considero que para llegar a entender en su total dimensión el concepto de empatía se hace necesario comprender la esencial importancia que tiene para los seres humanos relacionarse entre sí.

La gran mayoría de las personas que acuden a solicitar ayuda por un malestar psíquico traen como base el fracaso relacional. Cuando reiteradamente nuestras relaciones significativas no satisfacen nuestras necesidades relacionales básicas, surge el malestar. Para el ser humano, por su instinto gregario, la ausencia de relación, en sí misma, constituye un maltrato y hace daño. Testimonio de ello son los terribles casos de bebés recogidos en orfanatos en los que la ausencia de contacto físico era total y el escaso índice de supervivencia que llegaban a alcanzar.

La relación con los demás es nutricia, estimulante y reparadora

Responder al otro y que el otro nos responda nos permite descubrir quiénes somos, qué queremos, cómo nos sentimos y qué pensamos. Por poner de manifiesto hasta qué punto es fundamental la relación, muchos psicoterapeutas humanistas, consideran que no son los acontecimientos traumáticos los que dejan secuelas psíquicas, sino los que no son sanados a través de la relación.

Una vez puesto de relieve la naturaleza imprescindible de la relación en los seres humanos, cabría cuestionarse que características habría de tener una relación empática para que sea vehículo de sanación. Tomando como referencia líneas de pensamiento humanista de tercera generación, un comportamiento empático, propiamente dicho, ha de pasar por las siguientes premisas.

Sintonización cognitiva

Entender al otro va más allá de la comprensión de sus argumentos, implica prestar atención a su “lógica”, a su proceso de conectar ideas entre sí, que puede ser muy distinto al nuestro, a los tipos de razonamiento que utiliza para dar significado a sus experiencias. Entender no solo lo que piensa sino también cómo piensa. A medida que vamos entendiendo estas dinámicas vamos entrando en el mundo cognitivo del otro. ¿Cuál suele ser la dificultad aquí? Tender a pensar que el otro parte de creencias similares, valores similares y formas de apego similares. Y por supuesto no es así.

Aplicar nuestra lógica de pensamiento nos llevará a esperar formas de pensamiento similares a las que a nosotros nos valdrían. Nuestra forma de ver el mundo estructura la forma en que nos vemos a nosotros mismos. Por eso no dar nada por entendido a la hora de ayudar al otro a explorar su mundo de significados, es fundamental.

Pero la sintonización cognitiva no es suficiente, también es importante ser sensible a los sentimientos que acompañan dichas cogniciones. Hablamos entonces de la sintonización afectiva. Alcanzar dicha sintonía parte de una decisión propia, la de estar dispuesto a que nos afecte lo que ocurre en la relación con el otro. Implicación sin la cual no se hace vínculo terapéutico. Dicha implicación afectiva va más allá de entender y acoger una tristeza o una rabia, se trataría más bien de dejar fluir mi propia empatía somática, sentirme y devolver al otro la repercusión que su tristeza o su enfado tienen en mí.

Cuando alguien te narra su drama humano, su pequeño o gran trauma, está haciendo una denuncia social a través de ti, la denuncia de su sufrimiento, y lo que realmente desea no es solo como entiendes ese sufrimiento sino como te toca a ti, el que él o ella sufra, como te entristece o como te enfada llegado el caso la injusticia social que ha tenido que vivir, todo lo demás acompaña, pero no sostiene, no repara, no ayuda a hacer paz con el ser humano.

Sintonizar afectivamente significa ser sensible a las maniobras defensivas que el otro utiliza para poder vivir sus dificultades, sensible a sus estados preverbales, a estados de bloqueo que solo posibilitan el llanto, la angustia… con el respeto de entender que esto es lo que le ha ayudado a mantenerse en pie hasta ahora, sin sutiles confrontaciones ni demandas hechas antes de tiempo.

El poder de la validación

Esta validación va a ayudar al otro a entender el sentido funcional de su experiencia, entender para que ha servido todo lo que ha alcanzado a hacer en todo este tiempo, en lugar de avergonzarse por ello. Una validación así hecha, ayuda a vencer resistencias. Pero no olvidemos una parte importante, dicha validación lleva implícita la validación propia en situaciones similares, sino no, no hay autenticidad, actitud fundamental para que se dé la empatía.

Me gustaría terminar con unas palabras de Rogers, abanderado sin duda, de la introducción de la empatía en la relación terapéutica, con su revolucionario cambio de enfoque de la técnica terapéutica a la centralización en la persona. “Cuando la persona se da cuenta de que se le ha oído en profundidad, se le humedecen los ojos, es como si un prisionero encerrado en una mazmorra – o un sepultado vivo – consiguiera por fin comunicarse con el exterior. Simplemente eso le basta para liberarse de su aislamiento. Acaba de convertirse de nuevo en un ser humano”.

Marisa Magaña, miembro de ACHE