La pérdida ambigua puede dejar a las personas paralizadas, incapaces de seguir con su vida, sin rumbo, sin brújula, abandonadas a una suerte de cuya salida no se tiene noticia, ni siquiera por comparación.
Así llamamos al dolor cierto que experimentamos cuando nos duele una situación de ausencia física de la que permanece una presencia psicológica y, por otro lado, de pérdida psicológica de la que se mantiene presencia física. Parece un enredo de palabras. Es el caso de personas desaparecidas en catástrofes, así como de divorcios en el primer caso. Y es el caso de familiares de enfermos de alzhéimer y otras enfermedades, en el segundo. Ambigüedad: incertidumbre, ausencia, presencia en diferentes modos. Pero dolor en todo caso.
En los últimos años, estamos desarrollando más reflexión –al menos escrita- sobre el duelo que en las décadas –y probablemente siglos- anteriores. Distinguimos, cada vez más, entre distintos tipos de duelo, es decir, distintos procesos de elaboración del dolor que producen las pérdidas. Proponemos así claves de comprensión y de acompañamiento para que los procesos sean lo más saludables posibles.
Pérdida ambigua
Recuerdo aquella joven de 37 años con la que conversé en Colombia. Hacía 11 años que habían secuestrado a su marido. Su hija tenía 13 años (2 en el momento del secuestro). ¡Se preguntaba tantas cosas! ¿Estará vivo? ¿Me querrá como esposa? ¿Querría ser el padre de su hija todavía? ¿Qué hago: le doy por muerto para vivir?
Al duelo que llamamos ambiguo le precede una pérdida ambigua. La pérdida más cierta es la muerte, la que va acompañada del certificado de defunción, de ceremonia de funeral, de entierro ritual, de sepultura o incineración. En esta, todos están de acuerdo en la certeza e irreversibilidad de la pérdida y eso da paso al tiempo de luto, que se espera sea normal, es decir, que comporte una recuperación, una transformación de los lazos con la persona querida, una adaptación a los lugares sin el ser querido, una energía afectiva reinvertida, un mundo emocional integrado progresivamente.
La incertidumbre de la pérdida y la no totalidad de la ausencia (física o psicológicamente), genera un duelo ambiguo. Este no suele tener cierres simbólicos, que siempre son preferibles a nada, aunque empiezan a hacerse, con impacto distinto según la sensibilidad personal y cultural: fotógrafos profesionales borran de una foto familiar al cónyuge divorciado, restaurantes ofrecen celebraciones para separaciones y divorcios, psicólogos ayudan a ritualizar la ambigüedad del desaparecido, grupos de mutua ayuda son frecuentados con familiares de enfermos de alzhéimer, se realizan actos de reparación simbólica… Pero en la mayor parte, los ritos se reservan para llorar las pérdidas ciertas.
La pérdida ambigua puede dejar a las personas paralizadas, incapaces de seguir con su vida, sin rumbo, sin brújula, abandonadas a una suerte de cuya salida no se tiene noticia, ni siquiera por comparación. La persona lucha sola por afrontar la realidad de lo que ha perdido pero que todavía tiene parcialmente. Es posible que solo cuando las cosas se enderezan (aparece el cuerpo, fallece el familiar con alzhéimer, muere la expareja…), se consigue dar reposo a la pérdida.
Dolor por pérdida ambigua
Hay quien dice que es el peor dolor. No es bueno ni se puede comparar, pero cualquiera que sea la pérdida no resuelta (la inmigración, la guerra, la desaparición, el divorcio, el segundo matrimonio…) genera una alta intensidad de estrés. Lo ausente, si no tiene algún tipo de cierre, permanece presente. Lo perdido, si navega en la incertidumbre, no se sabe si se ha perdido, pero su ausencia duele.
La ambigua es la más estresante de las pérdidas a las que las personas deben hacer frente. No solo desorganiza a la familia, sino que obliga a plantearse el papel que uno tiene en mundo vincular. ¿Estoy o no casado, si estoy separado o divorciado? ¿Cuántos hijos tengo si uno está desparecido? ¿Somos pareja si mi cónyuge no me conoce? Se anhela claridad para las normas y los ritos, para el lenguaje y los sentimientos, pero se tiene ambigüedad e incertidumbre.
Decir adiós sin marcharse (el enfermo de alzhéimer) y marcharse sin decir adiós (el desaparecido), generan un malestar de gran envergadura. Estas situaciones desafían la tolerancia a emociones conflictivas donde el “sí pero no” y el “no pero sí” dan un sabor amargo indescriptible y diluyen toda concreción al poder describir lo que nos pasa.
Vivir la pérdida ambigua
La combinación de optimismo con un modo de pensar realista, es lo que permite a las personas avanzar pese a las pérdidas ambiguas, pero para esto también se necesita comprensión y apoyo de familiares y profesionales de la ayuda.
Una clave siempre válida será la información certera. La ambigüedad de la pérdida no puede ser alimentada con la ambigüedad de la información. Cuando mi hermano (de 7) murió con 19 años, me dejaron 12 horas sin saber quién era el fallecido. No fue correcta la información. Las dificultades para dar malas noticias no pueden justificar verdades a medias sobre diagnósticos, accidentes, desapariciones, fallecimientos. La incertidumbre no puede convertirse en certeza de que no es así para retrasar la información del drama.
Dar significado a la pérdida ambigua resulta muy difícil. Ponerle un sentido a la ambigüedad se convierte en el gran desafío para superar la mera actitud de soportación. Mantener la esperanza evoca el mito de Sísifo, a quien los dioses condenaron a arrastrar por toda la eternidad una roca hasta lo alto de una montaña sabiendo que cuando alcanzaba la cima, la roca se caía y Sísifo tenía que volver a empezar. No existe un castigo más terrible, pensaron los dioses, que el esfuerzo inútil. El desafío está en transformar una situación que no va a cambiar. No retirarse del mundo de los estímulos de la vida celebrativa.
Sin duda, la espiritualidad es un recurso. Aquí juegan un papel importante las imágenes de Dios, y ayudan tanto más en función de cuánto sanas sean, revelándose no como un juez que castiga y controla, sino como lo más íntimo de la propia intimidad que misteriosamente está presente y evoca la bondad y la confianza. Las preguntas que se desearía fueran respondidas por quien todo lo podría (Dios), tales como ¿por qué?, con su carga emocional intensa… han de ser transformadas en ¿para qué?, ¿qué hacer con lo que no se puede cambiar?, ¿qué partido le podemos sacar?, ¿cómo significar libremente lo inevitable?
La pérdida ambigua hace que nos sintamos incompetentes. Erosiona nuestra sensación de ser dueños de nuestra propia vida y de que el mundo sea un lugar justo, ordenado y manejable, al menos en lo que está cerca de nosotros. No sabemos qué hacer cuando un ser querido está ausente o presente en parte.
Decidir vivir
El proceso del duelo absorbe una cantidad de energía inmensa. Acompañar en el duelo ambiguo comporta escuchar a las personas que quieren contar historias. En ellas descubriremos por qué están preocupadas. Quizás porque no se pueden imaginar lo que ha pasado. O quizás porque parece algo de locos, o porque se sienten impotentes y culpables. Escuchando sus historias se alcanza algún grado de comprensión y valoración real de la capacidad de sobrevivir y de trascender las fuerzas exteriores que se han impuesto.
Las personas necesitan creer que son capaces de llevar su peso encima en medio de la niebla de la ambigüedad. Rilke aconsejaba “amar las preguntas mismas”. La tarea en la pérdida ambigua, es dejar acontecer, arriesgarse a avanzar, incluso cuando no sabemos exactamente hacia dónde vamos. Viktor Frankl, en su relato de la vida en un campo de concentración nazi, lo llama “trágico optimismo”. Algunos lo denominan “resquicio de esperanza”; Gilda Radner lo llamó “deliciosa ambigüedad”. Yo lo llamo “puñetero misterio”, porque el deseo de todos es llevar claridad a la situación ambigua, pero en esta situación no es posible, por lo que se trata de cómo vivir con la ambigüedad y las respuestas son solo una parte. La otra es la vida de las mismas preguntas.
Por José Carlos Bermejo, presidente de ACHE y máster en Counsellin y Duelo