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Deshacer nudos

Lo vi a lo lejos, sentado en mitad del campo de fútbol de tierra del colegio. Estaba tocando con su flauta alguna de las canciones que nos ensañaban en clase de música. Me acerqué corriendo hasta él y me planté a su lado mientras que él seguía a lo suyo, concentrado en aquella libreta de notas musicales. Recuerdo como calentaba el sol. Eran casi las tres y media de la tarde a punto de volver a entrar en clase. Me quedé a su lado escuchando aquel improvisado recital. Su pelo rubio casi le tapaba las orejas. Se llamaba Nicolás y éramos compañeros en EGB.

Su imagen no se me ha borrado desde entonces. No sé muy bien por qué, pero es un recuerdo que va conmigo y forma parte de mi historia. Unos pocos meses después, en verano, durante un viaje en autocar, perdió la vida junto a su hermana menor.

Cuando volvimos en septiembre para comenzar un nuevo curso, Nicolás ya no estaba. No recuerdo que nos comentaran nada al respecto, ni que se mencionase lo sucedido por parte de los profesores. Tal vez pensarían que era muy duro para unos niños hablar de todo ello y que era preferible mantenerlo en secreto.

Sólo recuerdo a mi madre hablando con mi vecina, madre de otro compañero de clase, comentar la desgracia ocurrida a aquellos padres que habían perdido a sus dos hijos en aquel fatídico accidente.

No cabe duda de que a todos en el colegio, profesores, padres y alumnos nos generó una gran conmoción la muerte de nuestro compañero. Estoy convencido que, adecuándolo a la edad que teníamos, nos hubiera venido bien haber podido expresar de alguna manera simbólica lo que sentíamos, porque había perplejidad, dolor, tristeza, miedo, rabia. Pero no hubo ningún acto de recuerdo o despedida de nuestro compañero en el que se nos diera la oportunidad de participar.

Valentín Rodíl, experto en duelo, suele explicar con una cuerda de qué modo afrontamos las pérdidas sufridas en nuestra vida. Alguna vez lo he visto contar su propia historia personal valiéndose de una cuerda y haciendo un nudo por cada pérdida o duelo que recordaba. La cuerda comienza a presentar a lo largo de la vida muchos nudos, como cuando dejó de ser “el rey de la casa” al nacer su hermano pequeño y su madre dejó de darle el pecho, cosa que no le sentó nada bien. O cuando murió su mejor amigo del colegio o cuando tuvo que mudarse de ciudad. Y así otros tantos nudos más.

Según explica, algunos nudos estarán más apretados o contarán con más de una vuelta, dependiendo de cómo se vivieron y nos afectaron, el impacto producido en nosotros, el apego que teníamos a la persona fallecida, las circunstancias de la muerte, etc. El proceso terapéutico implica ir desatando estos nudos, aflojarlos hasta conseguir deshacerlos. ¿De qué manera? Entre otras cosas generando un espacio, lo suficientemente seguro, para poder expresar el dolor, poner nombre a lo que sentimos, reconocer nuestra pena, rabia, impotencia o tristeza. Transitar las muertes de nuestros seres queridos o de personas allegadas y queridas, requiere darse permiso para llorar, para enfadarse, para preguntarse el porqué.

La cultura nos empuja a evitar que los niños atraviesen el mal trago de la muerte, ya se trate de un ser querido, un amigo, un compañero o de su mascota. Pero es importante, explicándoles con anterioridad y conforme a su edad, invitarlos a participar en los ritos de despedida.

Hace unos meses murió un vecino mayor, amigo de toda la vida de nuestra familia. Era entrañable ver a dos de sus nietos pequeños, de diez y siete años, presentes en el tanatorio y en la eucaristía-funeral para dar su último adiós a su abuelo del alma. Siguiendo a José Carlos Bermejo, podemos decir que negar la muerte a los niños no es el camino más correcto.

Hoy me voy a permitir ser aquel niño que corre, como tantas otras veces, para estar junto a Nico y escucharle tocar la flauta. Dejar que aflore su recuerdo estoy seguro me ayudará a deshacer en mi vida otro nudo más.

Por Enrique Delgado Amador, máster en counselling